Preguntas y sus supuestos implícitos

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Os hablé del libro de Bohm “La totalidad y el orden implicado”. Ya sabéis su curriculum: Profesor de Física Teórica en el Birbeck College de la Universidad de Londres, antiguo colaborador de Albert Einstein, profesor de Princenton, de Sao Paulo y de Haifa. Sus principales trabajos han sido sobre física cuántica y en concreto sobre la teoría de las variables ocultas no locales. Ese libro es magnífico, gusten o disgusten sus conclusiones. Le he visto en acción en diálogos con Krishnamurti. Me agradó mucho la inteligencia que despliega en los planos verbal y lenguaje corporal.

La contemplación de la inteligencia actuando contiene una dimensión estética de profundidad abrumadora. Es, para mi, una obra de arte. ¿La Obra de Arte?

En demasiadas ocasiones ante un problema formulamos mal la pregunta. Curioso: en esto coinciden (en otras cosas también) Bohm y Krishnamurti. Estas son sus palabras: “En las investigaciones científicas, un paso decisivo consiste en hacer la pregunta adecuada. Cada pregunta contiene supuestos ampliamente implícitos. Si estos supuestos son erróneos o están confusos, la pregunta misma estará equivocada, en el sentido de que buscarle un respuesta no tendrá significado alguno. Hay, pues, que investigar acerca de lo apropiado de la pregunta”.

La primera comprensión de una idea está muy lejos de ser la idea misma, he escrito aquí en alguna ocasión. Ahora insisto: en el proceso de comprender el planteamiento es capital, y a formulación adecuada de la pregunta, sobre todo la identificación de sus supuestos implícitos, es sencillamente decisiva. Ojo a esta noción de supuestos implícitos. Merece toda la atención.

Ayer formulaba seis preguntas para tratar de comprender algo que me parece realidad financieramente lacerante. Y que es decisiva en nuestras vidas de ayer, hoy y mañana. Pero mi primera pregunta fue: ¿os parecen adecuadas las preguntas?. A esto me refería: a los supuestos implícitos. Por eso abrí el debate.

Sigo. Ahora conecto a Bohm con Tugendhat en el lenguaje proposicional, algo sobre lo que merece la pena insistir, insistir, insistir. Por tres veces una insistencia se convierte en un sólido argumental, aunque por mil veces una mentira no acaba de convertirse en verdad. Dice Bohm: “La estructura sujeto-verbo-objeto del lenguaje, junto con su correspondiente manera de ver el mundo, tiene a imponerse poderosamente en nuestro propio discurso, incluso en aquellos casos en los que, si nos fijáramos un poco, veríamos que es evidentemente inapropiada”.

Así que, atención, la “estructura del lenguaje” (sujeto-verbo-objeto) se traduce en un “manera de ver el mundo”, esto es, la realidad, lo que llamamos “realidad”. Y esta manera de ver la realidad es “correspondiente” a ese lenguaje. ¿Quiere decir que el mundo es de tantas maneras como tantos lenguajes utilicemos? Pues parece que eso quiere decir Bohm.

Y yo que digo: que es evidente que es así. Precisamente por ello dediqué mi libro “La palabra y al Tao” a que se comprendiera el papel descuartizador del lenguaje y la necesidad de comprender la profundidad del aserto “la palabra no es la cosa”, algo que mi amiga inteligente, absorta en el lenguaje proposicional y consumidora compulsiva de impecables razonamientos de la mejor factura formal, me recrimina de modo impenitente.

Claro que algunos en lugar de ver el poder descuartizador del lenguaje se concentran en refocilar con el poder manipulador de la palabra, manipulador de la conciencia, por tanto de los modos de pensar, por tanto de los modos de comportamiento. Claro que el problema no es de quienes se dedican a ese deporte. El problema habita en quienes gustan de verlo en la pantalla de la vida, que ofrece constantes muestras de unas existencias, individuales y colectivas, ejecutadas implacablemente conforme a loa patrones confeccionados con los no-valores de la civilización occidental.