No es utopía. La grandeza existe

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243puerta

No he dispuesto de tiempo para elaborar, con la quietud necesaria, mi entrada en el blog de hoy. Tal vez no sea tiempo lo que escasee. Quizás falte algo de serenidad. O que verse obligado a consumir excesivas dosis de productos indigestos para el espíritu provoca una cierta reacción alérgica. Tal vez. Porque dije en la entrevista que debíamos, si queríamos salir adelante, erradicar el cinismo que ha presidido muchos de los comportamientos del pasado. Alguno de vosotros reaccionó asegurando que es pedir un imposible. Y ciertamente en estos días la lectura de los medios de comunicación provoca dosis adicionales de un espanto nada edificante para la creencia en la esperanza sobre el ser humano. Pero no. No es imposible. No puede serlo. De otro modo el plan de la creación consistiría en refocilar en lo nauseabundo. Y de todos los sinsentidos con los que nos toca lidiar en nuestra existencia, ese sería el que situaría en la cima de su escala.

Y admito que navegué en esas aguas de la irritación contra el producto humano. Joaquin Tamames sabe hasta qué punto sentí dentro de mí el dolor, una mezcla de dolor y asco, que me producía percibir, sentir en mis carnes y en las de mis seres queridos, la brutal imperfección del producto humano. En el tercero de mis encierros, la lacerante crueldad con la que se manifestaron algunos, el inconcebible cinismo que presidía sus decisiones, agredía sin cuartel mi esperanza en un modelo de convivencia que supera al menos el hedor que desprendían muchos campos de la llamada libertad.

Escribía mis sentimientos en la soledad de la celda, o rodeado del frío brutal del Almacén de Ingresos, o del calor pastoso de los veranos consumidos en el estéticamente horrendo recinto. Quería dejar que escapara el dolor que sentía en forma de palabras que descalificaban al hombre, y casi con él a la propia humanidad. Tal vez se tratara de un ejercicio de legítima defensa para subsistir mentalmente sano en aquel entorno. Tal vez consistiera en apretar carne contra carne para expulsar el líquido infecto de la experiencia que impedía encarar con dosis de esperanza renovada una creencia destrozada a base de golpes bajos del llamado individuo. Pero lo cierto es que escribía. Y el 23 de Junio de 2003, en mis notas de entonces, aparecen estas palabras:

“El vocablo dignidad puede cultivarse en muy escasas tierras, pero, desde luego, atribuirlo al
producto individuo, no sólo es un sarcasmo, ni siquiera una estupidez; se trata de un delito. La especie en cuanto tal para nada merece que la envolvamos en el celofán de esa dignidad, salvo que asumamos, en un ejercicio de limpieza cínica, que sabemos que atribuir la palabra no significa asumir el concepto; si refocilamos en la epidermis del lenguaje, entonces no me opongo: incluso me complace ese ejercicio que rezuma crueldad, porque si algo merece la especie es ser tratada con los atributos que esconde inevitablemente en su corazón.

¡Hijos de Dios!. ¿Qué Dios sería capaz de producir semejante esperpento? ¿Es creíble que
seamos creados a “su imagen y semejanza”?. ¿Es, acaso, semejante ese Dios al violador, al asesino, al cobarde, al mentiroso contumaz? Pues parece que sí, que lo es. Entonces reniego de ese Dios con mayor fuerza incluso que de sus propias criaturas.

Hace unos días publicaba la prensa unas fotografías en colores afirmando que se trataba del
origen del universo, el famoso big bang, que, de esta manera, mediante un artilugio que no acierto a comprender, fue capaz de obtener una instantánea del momento en el que nació el Universo. Ignoro, como digo, los presupuesto llamados científicos que avalan semejante conclusión. No sé cuantos miles de millones de años. ¿No perciben que año es una medida de un tiempo convencional? Año es humano. El tiempo, no. Una cosa es que ocupemos arbitrariamente un trozo de ese tiempo durante lo que llamamos vidas, y otra es que esa convención, esa palabra, tenga algo que ver con los tiempos cósmicos. Finito contra infinito. Realmente el individuo no aprende. Edifica por doquier artificiales torres de Babel para revelarse. ¿Contra quién? En el fondo, contra la amargura de percibir su propia naturaleza. Revelarse es, sobre todo y ante todo, tratar de comprenderse. ¿Por qué no vivir con la
angustia de la ignorancia? ¿Por qué no enfrentarse al dilema con la única verdad asequible, aquella que propugna que todo es igual a nada? ¿Por qué no darnos cuenta de que en realidad no existimos?

Nuestra existencia es puramente virtual, encerrados en un mísero trozo de espacio de un ingente infinito. Por eso apelamos a Dios: para existir, para ser, para que el desasosiego de nuestra trampa existencial no nos conduzca a reducir voluntariamente nuestro miserable trozo de espacio y tiempo. Orgullo desmedido el del estúpido individuo que quiere ser algo, lo que sea; le bastaría con que se reconociese su maldad para sentirse infinitamente feliz. Pero, ¿cómo sobrevivir a la conciencia de que ni siquiera existe la maldad? ¿Cómo deglutir que todos los males que provocamos en otros en realidad no son más que espejos deformados de nuestra propia conciencia? En realidad no podemos provocar nada. Al menos, conscientes de nuestra nadería, no provoquemos las risas de los eternos del cosmos, no nos convirtamos en bufones de la creación. Así que no nos engañemos: no somos nada porque formamos parte del todo. “

Las leo hoy. Mi interior está ya armado de esperanza en dosis suficiente, y no sólo para soportar su lectura, ni tampoco exclusivamente para poder ofreceros un testimonio de un alma dolorida encerrada por tercera vez en la prisión de un estado cualquiera, que equivale a decir encerrada por obra y gracia del producto humano en sus manifestaciones mas groseras. No se trata de eso. Mis palabras evidencian que todos, con solo disponer de un mínimo de sensibilidad y un trozo razonable de inteligencia, sentimos en ocasiones la brutalidad del hombre, de ese surco del que habla Cioran, de esa tentación de dimitir de la condición de humanos.

Pero de eso se trata. De tentaciones. Frente a esos actos del hombre inferior se asoma la grandeza del hombre superior. He sentido a lo largo y ancho de mi vida, una vida ciertamente extrema, la grandeza de muchas almas, su entrega, su generosidad, su alejamiento del mundo en el que priman las pasiones del bajo vientre físico y mental.

Y con un solo hombre grande es suficiente para alimentar una esperanza. Porque todos provenimos del mismo tronco, todos hemos sido confeccionados con idéntica sustancia, y, por tanto, esa grandeza no es utopía sino verdadera posibilidad. Porque existe. Y la verdad es una experiencia. Y yo he experimentado la grandeza de algunos productos humanos.

Es fácil, muy fácil, escribir como yo escribía en 2003. Basta con dominar un poco eso que llaman literatura. Lo difícil es ajustar nuestra conducta a los principios del hombre superior. Refocilar en el fango es juego de muchos niños inocentes y de demasiados mayores conscientes. No transigir con la dignidad es presupuesto irrenunciable de nuestro verdadero camino. Y si delante nuestra tenemos ejemplos, entonces admitamos que no hablamos de utopías.

No. No son utopias. Existe ese sendero. Solo que para recorrerlo debemos dejar una gran parte del equipaje en el que hemos sido educados, con el que hemos convivido. Renunciar a la utopía no es solo negar al hombre. Básicamente es cobardía.