Es tarde en mis madrugadas. Releo el blog, el post de ayer. ¿Briznas de violencia verbal?. ¿Palabras de otros sitios.? Encuentro humanidad. ¿Humanidad?. Si, humanidad. El hombre….un producto de la creación capaz de prender fuego a la piara y dibujar sonrisas frente al olor a carne humana quemada, al tiempo que por amor a su Dios penetra gritando en los quemaderos su Shemá Israel. El hombre….Hace años, allá por 1.993, apoyé la creación de una Fundación a la que dimos el nombre de Fundación del Hombre. Una buena idea. Murió con lo que hicieron en la tarde del día 28 de diciembre de 1.993, ejecución de lo que decidieron en Octubre de ese año. Una antropología de base laica para ascender con seguridad y sin rémora por los peldaños de la conciencia hacia las habitaciones superiores de nosotros mismos. ¿Acaso somos un producto combinatorio de opuestos?. No se qué somos. Mejor dicho, solo sé que somos nuestra conducta. Hace tiempo que no creo en las palabras de los hombres y ni siquiera en sus actos esporádicos de heroísmo. Solo me interesan sus conductas. ¿Es el pensamiento la base de la acción?. Eso parece. Pensamiento de hombre enfrentado al pensamiento de dioses, que dice Jesús el Cristo. ¿Esperanza en el hombre que piensa como hombre?. Sí, al día de hoy, sí. Pero no siempre. Atravesé mis lugares de zozobras. Mis dudas carcomiendo un interior doliente por la contemplación del ocaso flagrante de los soportes imprescindibles para no dimitir de la condición de humano. Nuestro pensamiento es tributario de nuestra experiencia. Aquella mañana de Febrero de 2003, mas de cinco años detrás de mi calendario de hoy, sentí dolor por el hombre, por todos los hombres, por mi. Me sentí un subproducto de la creación, un juguete en manos de un dios/diablo que bufones nos creó para evidenciar nuestra insignificancia. A veces esos sentimientos retornan. Ahora tropiezan con otros muros mas poderosos que los cementos, ladrillos y espinos que tratan de impedir que el hombre vuelva al lugar en donde la libertad solo sirve para huir de sí mismo. A veces, cuando releo lo que escribi hace años, me pregunto a mi mismo: ¿qué hacía yo allí?. No se, pero quizás debáis saber como me sentía respecto al hombre en aquel lejano año de 2003. Os dejo un testimonio.
Prisión de Alcalá Meco. 24 de Febrero de 2003. Tercer encierro.
Esta mañana, sin que sepa relatar las razones, decidí comenzar a escribir de nuevo. Ignoro si me impulsa el vanidoso convencimiento de que tengo algo interesante que decir, si se trata de ejercitarme en la literatura, si apelo a la escritura como desahogo de no sé que inquietudes internas o si, simplemente, se trata de un nuevo ejercicio -¡otro más!- para fortalecer la voluntad en un entorno en el que la tendencia natural a su debilitamiento no es baladí. El cansancio mental asoma impúdico. Ciertamente el frío de este inhóspito Almacén de Ingresos y Libertades es muy intenso. Se aloja, inquilino indeseado, en las paredes, en las estanterías metálicas, en las innumerables bolsas de plástico negro que conservan pertenencias prohibidas de los presos. Lo siento en mis manos. Los nudillos comienzan a teñirse de rosa con vocación de rojo sanguinolento. Me cuesta escribir. La artritis incipiente, herencia de mi madre, provoca dolor adicional. Resisto.
Sin embargo, no reside en la carne mi pereza. Es mental. A fuer de convencerme de que nada es cierto, navegando como puedo por las aguas del desapego, a base de consumir mi capacidad de seguir acariciando el sinsentido y sin alternativa visualizable, escribir me parece un trabajo de albañil. Salvo que asumas conscientemente que no quieres decir nada. Que no pretendes iluminar las páginas con las maravillas intelectuales que puede producir un supuesto “yo” dotado de una inteligencia superior. Percibo con nitidez la tacañería de la Naturaleza en el reparto de inteligencia. Volverán tiempos de una nueva inquisición, en la que saber-pensar-mejor constituirá delito de lesa majestad contra la Diosa Mediocridad que cada día ocupa mayor trozo de tierra del paraíso mental de un producto al que llamamos individuo.
El vocablo dignidad puede cultivarse en muy escasas tierras, pero, desde luego, atribuirlo al producto individuo, no sólo es un sarcasmo, ni siquiera una estupidez; se trata de un delito. La especie en cuanto tal , juzgada por su conducta a lo largo de la historia, para nada merece que la envolvamos en el celofán de esa dignidad, salvo que asumamos, en un ejercicio de limpieza cínica, que sabemos que atribuir la palabra no significa asumir el concepto. ¡Hijos de Dios!. ¿Qué Dios sería capaz de producir semejante esperpento? ¿Es creíble que seamos creados a “su imagen y semejanza”?. ¿Es, acaso, semejante ese Dios al violador, al asesino, al cobarde, al mentiroso contumaz? Pues si lo es, reniego de ese dios con mayor fuerza incluso que de sus propias criaturas.
Hace unos días publicaba la prensa unas fotografías en colores afirmando que se trataba del origen del universo, el famoso big bang, que, de esta manera, mediante un artilugio que no acierto a comprender, fue capaz de obtener una instantánea del momento en el que nació el Universo. Ignoro, como digo, los presupuesto llamados científicos que avalan semejante conclusión. No sé cuantos miles de millones de años. ¿No perciben que año es una medida de un tiempo convencional? Año es humano. El tiempo, no. Una cosa es que ocupemos arbitrariamente un trozo de ese tiempo durante lo que llamamos vidas, y otra es que esa convención, esa palabra, tenga algo que ver con los tiempos cósmicos. Finito contra infinito. Realmente el individuo no aprende. Edifica por doquier artificiales torres de Babel para revelarse. ¿Contra quién? En el fondo, contra la amargura de percibir su propia naturaleza. Revelarse es, sobre todo y ante todo, tratar de comprenderse. ¿Por qué no vivir con la angustia de la ignorancia? ¿Por qué no enfrentarse al dilema con la única verdad asequible a las limitaciones del pensamiento fragmentario, aquella que propugna que todo es igual a nada? ¿Por qué no darnos cuenta de que en realidad no existimos?
Nuestra existencia es puramente virtual, encerrados en un mísero trozo de espacio de un ingente infinito. Por eso apelamos a Dios: para existir, para ser, para que el desasosiego de nuestra trampa existencial no nos conduzca a reducir voluntariamente nuestro insignificante trozo de espacio y tiempo. ¿Cómo sobrevivir a la conciencia de que ni siquiera existe la maldad? ¿Cómo deglutir que todos los males que provocamos en otros en realidad no son más que espejos deformados de nuestra propia conciencia? En realidad no podemos provocar nada. Al menos, conscientes de nuestra nadería, no provoquemos las risas de los eternos del cosmos, no nos convirtamos en bufones de la creación. Así que no nos engañemos: no somos nada porque formamos parte del todo.
¿Por qué, por más empeño que pongo en cebar mis conclusiones, se resienten en presencia de ejemplares humanos capaces de albergar un punto de ideal, una brizna de señorío? ¿Es que no soy consciente de que, como todo, tales atributos gozan de la futilidad y perecerán a golpes de tiempo? ¿Acaso conoces algo que perdura en ese ansiado territorio de la Idea y el Valor? Sí, pero en el absoluto, en la potencia. ¿Entonces? No lo sé. ¿Será que los humanos, conservando idéntica apariencia, pertenecemos, sin embargo, a razas espirituales distintas con diferencias de esencia? ¿Será que lo corpóreo no estandariza lo espiritual? ¿Hay varios hombres reales en cuerpos similares de hombre formales? Tal vez. ¿Hay un producto humano en el que la esencia no sea la maldad? Si así fuera entendería la pervivencia sobre la tierra. Nada variaría de mi concepción del absoluto-nada. Pero tal vez pudiera dejar que mi espíritu sonriera en soledad de vez en cuando. Y cambio todo mi mundo por una de esas sonrisas.
El asunto reside en qué sentido tiene el dualismo en sus orígenes. ¿Por qué un bien y un mal? ¿A santo de qué? ¿Qué había antes del bien y del mal? ¿Por qué tienen que inventarnos, crearnos, definirnos? Me da exactamente igual que las almas las cree el demonio que fueran hijos de dios descarriadas. La pregunta sigue siendo ¿y todo este despropósito para qué? ¿Se divierte el Diablo jugando con nosotros? ¿Le alimenta nuestra angustia? ¿Disfruta con la percepción de nuestra imposibilidad de comprender nada? Por ahí reside el drama: la comprensión del problema central es sencillamente imposible. No podemos utilizar la herramienta de la lógica ¿Cómo un producto humano, por tanto limitado e imperfecto, serviría para explicar la infinitud? Lo malo es que ni siquiera la solución se vislumbra a golpes de imaginación, por fértil que se posea. Nuestra capacidad de razonar tropieza con límites casi sustancialmente idénticos a los que tiene nuestra posibilidad de imaginar. Tal vez la meditación te transporte a zonas de conocimiento imposible. En todo caso, resulta indemostrable porque dado que semejante conocimiento no es hijo del razonamiento su esencia lo convierte en intransferible. Se conoce en tanto se siente, así que no se acumulan silogismos sino experiencias, y éstas no circulan de un cuerpo a otro, de la misma manera que el color no huele. No se. A veces siento profunda frustración. Encuentro inútil la búsqueda. Creo caer en una estéril especulación. Quienes emplearon sus mejores dotes en el hallazgo se encontraron con que el gran arcano, el tesoro por excelencia, es que ni el individuo ni la vida tienen sentido alguno. No importa el sabor ácido del descubrimiento. Lo que interesa es su realidad. Y el sin sentido es lo único real que tenemos frente a nosotros.
¿Qué ganamos con dedicarnos a enseñar a los demás la supuesta verdad? ¿Es que no hemos concluido que resulta esencialmente intransferible? ¿Qué ganamos con que sustituyan una fe por otra? ¿No seguirán en ambos casos igual de dormidos? ¿Quién nos manda dedicarnos a redimir? ¿No es suficientemente duro y doloroso acercarnos a nuestra propia angustia existencial como para, además, provocar en otros un sentimiento de idéntico corte en sus espíritus? ¿No es acaso mas cristiano dejarlos en paz? ¿Qué ganamos con conseguir que sufran? ¿Qué bandera, qué causa, qué culto defendemos? ¿En nombre de quien? ¿Creamos la religión del sinsentido para satisfacer unos morbosos deseos de incontenida soberbia? ¿Nos consuela saber que los demás comparten nuestro sufrimiento? ¿Cómo lo medimos, de qué manera calibramos su intensidad en quiénes nos rodean? ¿Cómo disciplinar nuestro comportamiento una vez instalada en nosotros la convicción profunda del sinsentido? ¿De qué manera situar las esencias tradicionales de la dignidad, el honor, la lealtad? ¿Qué sentido tiene atribuir sentido a semejantes atributos?
Me pierdo. No me inquietaría ni una leve brizna dejar de comer carne, leche o huevos, si supiera, si percibiera en mi interior con certeza de existencia que el dualismo es la verdad y que, por ello mismo, las ascesis que propugnan los gnósticos se convierte en puerta de acceso a la liberación. Pero, ¿cómo saberlo? Percibo que siento algo que jamás sentía, al menos con tal intensidad. Quiero a mis hijos. Intensamente. La presencia de mi padre fallecido se manifiesta con una intensidad de afecto en el recuerdo que me sobrecoge. ¿Qué es querer? Sensación, percepción, emoción…palabras. Es algo que existe al margen de cómo lo designemos. Y ese sentimiento, emoción o como quiera que le llamemos se opone frontalmente a cualquier definición demoníaca porque implica renuncia sin contrapartida. Me pierdo. No entiendo. ¿Es de nuevo este sentimiento una manifestación más del sinsentido? Seguramente. Cada segundo que avanzo me produce terror la mera sospecha de que el único sentido de nuestra existencia resida en ser bufones de Dios. O del Diablo. O de ambos a la vez en un sórdido pacto cósmico para consumir un trozo de su eternidad entreteniéndose a nuestra costa.
Desde luego, lo del hombre no parece tener límites. ¿Acaso la iniquidad humana es ajena al mensaje bíblico.? No. Leí a San Juan. Sus palabras de la primera epístola son rotundas: “No queráis amar al mundo ni a las cosas mundanas. Si alguno ama al mundo, no habita en él la caridad del padre. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, lo cual no nace del Padre, sino del mundo. El mundo pasa y también sus concupiscencias. Mas el que hace la voluntad de Dios permanece eternamente”. Y Cristo dice a las naciones (Juan, VII, 7): “A vosotros no puede el mundo aborreceros; a mí si que me aborrece, porque yo demuestro que sus obras son malas”. Y en el libro de Salomón está escrito: “Yo he visto cuanto se hace debajo del sol y he hallado ser todo vanidad y esforzarse tras el viento”.
Dejé el libro abierto sobre la mesa. Atravesé el almacén. Crucé el largo pasillo de Ingresos. Golpeé sobre el rastrillo que sonó con estrépito para desplazarse lateralmente y permitir mi acceso al exterior. El aire contenía restos de los inconfundibles olores carcelarios. Los alambres de espino que coronan los muros de la prisión arrojaban inertes sombras siniestras sobre el cemento del inhóspito patio. El silencio espeso de la cárcel inundaba la mañana. Nubes negras, como iconos de maldad, cubrían el sol moribundo de finales de invierno. Yo, sin embargo, sonreía. “Yo he visto todo cuanto se hace bajo el sol y he hallado ser todo vanidad y esforzarse tras el viento”.
Han pasado cinco años. Me pregunto qué hacía yo allí. Tal vez es que comience a dejar de pensar como aquellos hombres de aquel día….