Los descansaderos de nuestra vía pecuaria

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Creo recordar que algún tiempo atrás -es un decir- comenté con vosotros la historia de Los Asientos de Sevilla la Vieja y la frustración activa derivada de la imposibilidad de localizar cualquier documentación fiable para desvelar el contenido de esas palabras, lo cual estimula poderosamente, al menos a mí, porque seguramente convendréis conmigo en que la ausencia de documentación sobre algún asunto de apariencia confusa tiene el sabor de lo prohibido, o, mejor aún, de lo pretendidamente cortocircuitado por alguna forma de poder. Casi siempre el poder actúa siguiendo al pie de la letra la ingenuidad del modelo consistente en destruir la forma, los continentes, como si con ellos se llevaran a la hoguera los contenidos. Quemaron cientos, seguramente miles, posiblemente decenas de miles de cuerpos de aquellos cátaros, pero el alma cátara, el alma que busca la perfección, el alma que reniega de la peor de las bajezas humanas que reside para mi en prostituir el espíritu angustiado, ese alma sigue viva ad eternum, con y sin física cuántica, con y sin monasterios, con y sin meditaciones de madrugada.

No hay camino que conduzca inexorablemente a la verdad. Creo que no me cansaré de repetirlo, se entienda bien, mal o regular. Suele ocurrir que a pesar de los ingentes volúmenes de energía consumidos en el miserable propósito de destruir lo que no se ajusta al “saber conveniente” (Juan XXII dixit) la consecuencia derivada consiste, precisamente, en el reforzamiento de la aspiración que se pretendía reprimir. Por eso es tan complicado destruir los mitos que han prendido en el alma colectiva de una comunidad y porque, tal vez, los mitos se correspondan a edificaciones efectuadas en los solares de las frustraciones colectivas. Si queda mas elegante o al menos menos ácido sustituir frustraciones por aspiraciones también suscribo la frase, que ya sabéis que la palabra no es la cosa.

Bien pues en esas investigaciones de Los Asientos, Javier León abordó la tesis de que se trata de descansos espirituales, momentos dedicados al silencio en pleno ascenso o descenso -esta vez físico- del camino iniciático desde la Montaña de los Angeles a Itálica. Puede ser. Personalmente creo que existe algo mas. Pero poco importa en este momento. La historia trabaja sobre si misma al compás de la indiferencia cósmica, (la creación para ser justa debe ser indiferente) así que dejémosla porque siempre estará a disposición de quienes la busquen dejando a un costado del laboratorio interior las creencias acumuladas a fuerza de dogmas introducidos por percusión, que son aceptados, no sólo ni preferentemente por la violencia que implican, sino por el efecto analgésico de angustias que provocan en ciertas religiosidades de salón, como suelo decir.

Esa palabra, “salón”, la utilizo con frecuencia -tal vez excesiva- para despejar de profundidad algún acontecimiento o ciertas conductas. Que nadie crea que tengo animadversión a los salones. Bien es cierto que me gustan mas los comedores o los despachos, y para menesteres propios de mi condición, los dormitorios, aunque no me guste dormir, pero salones existen en todas las casas, grandes o pequeños, bien o mal decorados, y en ellos se suelen gastar verborreas inútiles que desprecian el valor de la palabra, que no es otro que el propio del silencio, porque nadie debe interrumpir el silencio con una música desafinada, ni nadie debe destruirlo con una palabra esculpida con el cincel de la frivolidad. A eso me refiero. Estas actitudes son más propias de los salones que de los cuartos de baño, por ejemplo. Aunque de vez en cuando la sociedad decide consumir materia de esos lugares sórdidos y de los dormitorios con sábanas arreboladas, en hogueras alimentadas con la renuncia a la intimidad, y, desde luego, a la dignidad… Bueno, pues peor para ella.

Así concibo la estancia en el monasterio para los legos como yo. Ya sabéis de mi atracción por esos lugares. Es casi tan vieja como mi uso de razón, aunque no dañada por la contemplación de las sinrazones del existir. Cuando estudiaba derecho me enteré de la existencia de unos caminos a los que llamaban vías pecuarias, por las que transitaba el ganado trashumante (¿se dice así?), con unos derechos realmente llamativos porque esa forma de dominio público (perdón por el tecnicismo) disponía de valor superior a cualquier otro que se pretendiera edificar sobre sus dominios. Recuerdo que me contaban que la Castellana de Madrid era “cañada”. Bueno, pues esas vías pecuarias se diferenciaban en cañada, cordel, vereda, estancadero, descansadero y majada. Ya sabéis, si no lo sabíais, de donde vienen expresiones como “cañada real”, tan usuales en la geografía española, o “majada honda”, propia de Madrid y sus alrededores. Así que el ganado no solo tenía derecho de paso por sus cañadas, cordeles o veredas, sino que,a demás, se diseñaron lugares para el descanso en su caminar. Los “estancaderos” y los “descansaderos” cumplían esa misión.

¿Serán los asientos de Sevilla la Vieja un descansadero del caminar espiritual del animal humano?. Nuestra cañada es la vida. Nuestro caminar el siendo. ¿Será que necesitamos descansaderos en nuestro peregrinaje en pos de la certeza como meta jamás consumida?.

No. No hay descansadero si se entiende como corte del fluir, por idéntica razón a la inexistencia del instante. Se trata solo de palabras. Eckhart fue de los primeros en darse cuenta de que el lenguaje de lo externo no servía para explicar lo interno y así, poco a poco, fue confeccionando una jerga propia para las experiencias místicas. Así nació “lo inefable”. Al día de hoy los profesores alemanes consideran que el único lenguaje humano capaz de acercarse a los significados profundos de la mística es, precisamente, el alemán. Lo experimenté en el Congreso de Mística de Avila de Septiembre/Octubre pasado.

El descanso aquí no significa corte con el “siendo”, porque no es susceptible de ser metafísicamente troceado, sino simplemente un detenerse a prestar atención a ese siendo, a la conciencia del si mismo que se agotará tarde o temprano en la percepción del Si mismo, con la única condición de que el trabajo sea constante (“el látigo de la inconstancia”) y honrado, entendiendo ahora por tal palabra, la actitud de no querer encontrar a cualquier precio sino instalarse en la inacción activa de la que habla el taoísmo. Por mucha luz que exista en un sitio concreto, no conseguirás encontrar tus llaves si las perdiste en lugar diferente.

Pero viene bien la atención a uno mismo. El entorno de silencio es imprescindible, pero el silencio no es solo ni preferentemente ausencia de ruido externo, sino, sobre todo y por encima de todo, de ruido interior. La quietud externa ayuda y mucho, pero es el ropaje del monje, y sabéis que con tela blanca o negra se construyen vestimentas, pero no monjes.

Intenté ayer localizar al hermano que se ocupa de la hospedería, pero no fue posible, así que mi salida se retrasa a dentro de un par de horas.

Nada especial, ni grave, mi dramático se esconde tras estos días allí. Ni la primera ni-si puedo- la última vez que consumo frío en esos entornos. Solo un Asiento, un descansadero de mi vía pecuaria. Si puedo os cuento diario. Si no, en buenas manos queda el blog: las vuestras