Trozos de vida carcelaria

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Llueve a mares sobre el mar. Me gusta sentir la lluvia. El viento grita. Me entusiasma su lamento. Fría mañana. Estamos en Noviembre, en las puertas del mes del solsticio de invierno. Hoy trabajaré con los comentarios finales sobre el Monasterio, sobre vuestras opiniones acerca de la vida monacal, una vez que el plazo que nos dimos concluyó.

En Enero/Febrero publicaré -creo- “Cosas del Camino”. Ahora me encuentro envuelto en la elaboración de otro libro: vivencias y reflexiones de un preso.No me refiero al titulo de la obra sino a su contenido. Experiencias de mi vida de aquellas años, enseñazas de la soledad, de los ruidos y olores, de las masas de vidas inertes del entorno carcelario. No se si tendremos tiempo de sacarlo a la luz mas o menos por Abril/Mayo, quizás porque la luz y el color de la primavera amortigüe la acidez de alguna de sus páginas, que fueron confeccionadas en ese territorio y que deseo conservar con la textura, color y sabor con el que nacieron a la vida en la celda y en el almacén de Ingresos y Libertades.

Ayer un esbozo de la obra. Hoy, para el fin de semana, otro pequeño trozo. Mientras tanto yo trabajo en la vida monacal. Lo prometido es deuda. Que tengais un buen sábado y domingo.

Alcalá Meco. Año 2002. Tercer encierro

La mañana de hoy me devolvió nuevamente, con la brusquedad que habita en mi morada, a los aspectos más sórdidos de la prisión, del temido mundo carcelario. A las siete y media de cualquier mañana, antes de que la generalidad de los presos vean liberados los cierres que inmovilizan las chapas de sus celdas, acudí con un vaso de plástico repleto a rebosar de café caliente y un pequeño paquete de galletas carcelarias a entregar el desayuno a un chaval de 29 años, mas o menos, que, vestido con un pantalón corto impecablemente blanco, zapatillas de deporte, calcetines de tenis y una camiseta de un rojo tan chillón que casi teñía de naranja el recinto, esperaba paciente y sereno en la celda americana -vaya nombre para la reclusión hispana- a que la policía local de Alcalá de Henares le trasladara al hospital penitenciario, según constaba en el papel oficial que permitía su salida de prisión. Contemplé su aspecto. Transmitía cualquier cosa menos la sensación de enfermedad. Sus ojos brillaban con un punto de felicidad mientras su boca esculpía una nítida y a la vez temorosa sonrisa. Me reconoció a pesar de que mi barba comenzaba a cubrir una parte sustancial de mi cara y que mi aspecto, como dijo la monjita de la cárcel la tarde anterior, distaba mucho del que contempló en televisión poco antes de mi llegada al recinto de Jesús Calvo.

Extrañado por el contraste entre salida hospitalaria y un aspecto tan saludable, le pregunté al preso por los motivos reales de su caminar hacia el hospital. Su respuesta, espontáneamente sincera, me devolvió bruscamente a este mundo en el que vivo:

-A que me saquen el misil que me metí.

Arrastró de manera casi imperceptible las vocales y consonantes de la palabra misil, como si esbozara un comienzo de duda sobre mi capacidad de discernir su vocabulario. Al principio no caí en lo que me quería transmitir porque partes sustanciales del lenguaje taleguero –asi se le llama- se difuminaron en mi memoria. “Misil”. ¿Qué significa? –pensé sin pronunciar palabra en alta voz. El preso descubrió la duda en mi mirada y él mismo me explicó:

-Me metí una aguja en la tripa, eso sí, después de quemarla. Quiero salir, ver aire. Llevo nueve años en la cárcel y todos ellos encerrado en primer grado.

No articulé palabra, ni sonido de especie algua. Traté, además, de evitar cualquier gesto , cualquier expresión, cualquier movimiento corporal porque una mala interpretación puede provocar en este mundo carcelario consecuencias fatales. El llamado primer grado consiste en que el preso solo tiene derecho a alguna hora de paseo por el patio, creo, en concreto, que dos por la mañana y dos por la tarde. El resto del día lo consume en la celda en la más absoluta soledad. Incluso la comida y cena se sirven a través de unas rendijas que se diseñan específicamente para ello en la chapa (puerta) del calabozo. Penar solitario. Anacoreta forzado.

La soledad y el aislamiento no son, ni mucho menos, por sí solas un tormento. Al contrario. En ocasiones constituyen una verdadera bendición, el mejor camino para poder escuchar con nitidez, sin interferencias extrañas, la voz de nuestro interior. Pero pocos seres humanos la soportan, seguramente porque son extremadamente escasos quienes buscan dentro de ellos mismos. Si somos capaces de perfilar alguna certeza, de encontrar respuestas adecuadas a una búsqueda sincera, la única tierra de promisión para semejante deseo vive en la introspección sobre nosotros mismos. La Iglesia dice: Dios está con vosotros. La verdad es: Dios está en vosotros.

Pero resulta imprescindible sentir la necesidad de la búsqueda. De lo contrario, la soledad y el aislamiento se transforman en uno de los peores tormentos a los que someter a ejemplares humanos. A los seres inferiores, a los que nada buscan ni quieren encontrar, a quienes carecen de preguntas y horrorizan las respuestas, a quienes permiten que el tiempo resbale inerte sobre sus vidas como la brisa del amanecer sobre la superficie del mar, a quienes únicamente les gusta echar la vida para atrás, como dirían por las tierras de Maria Santísima, solo les calma el ruido estridente de una civilización asombrosamente materializada. Lo que para alguno de nosotros constituye el verdadero, el auténtico primer grado existencial, es para ellos su maravillosa libertad. Vidas de podredumbre. Vidas que no son mas que muertes ocultas en un velo de esparto de inconexos movimientos.

Sin embargo, para quienes no se rinden y continúan -aún rozando la aspereza del desespero- recorriendo el implacable sendero de una búsqueda de perfiles cada vez mas difusos, abrumados por la apariencia de que la única verdad es el sin sentido, una vez que han conseguido escuchar la melodía de la voz que habita dentro, percibir su acompasamiento, sentir su dulzura, el ruido externo, el que fabrican los hombres civilizados, resulta estéril para interrumpir el concierto interior en el que se funden música con existencia, sujeto con objeto, números con armonía. Tal vez el espíritu, abrumado, aturdido, dolorido hasta la raíz al comprobar la exquisita dificultad de la búsqueda, laápsrea angustia del temor a un desenlace frustrado, fabrique en su interior alguna droga capaz de provocar alucinaciones de música, números, sujetos, objeto y armonía.

Algunos, destrozados por la convicción de la inutilidad de la búsqueda de la verdad, han decidido sentir profundo asco por ella.

La Policía Nacional embarcó esposado en el furgón al muchacho del misil. Sonreía entusiasmado cuando penetró el tétrico furgón, convertido, para él, en carroza de reyes. Esencia de lo relativo, motor de la vida.

Me quedé solo, paseando meditabundo entre las rejas de la celda americana, ahora vacía, y con mi mirada depositada en la blanca y rugosa pared del fondo que conduce al rastrillo de hierro acristalado del patio de entrada.En aquellos días comprobé el terror de muchos reclusos a la soledad carcelaria. En nuestra prisión no existen barrotes horizontales en las ventanas de la celda, precisamente para evitar que los presos se suiciden colgándose de ellos. A pesar de tales pesares, en alguna ocasión, un preso, desesperado y sin horizonte vital, decidió quitarse la vida por un procedimiento escalofriante: ató su cinturón a la reja vertical de la ventana y lo anudó corredizamente alrededor de su garganta. Apoyó firmemente los pies en el punto en el que confluyen pared y suelo y dejó caer su cuerpo hacia delante, con determinación casi religiosa. A medida que avanzaba con dirección al suelo notaba el agobio de la presión del cinturón sobre su cuello, las dificultades crecientes para inhalar y exhalar oxigeno, el comienzo de las asfixia, la carencia de oxigeno, la huida lenta, silente, de la vida y, finalmente, la llegada entusiasmada de la muerte. La voluntad de desaparecer de este mundo tiene que ser extraordinariamente poderosa para utilizar semejante mecanismo en el que el tiempo que transcurre hasta colgar inerte de tu propio cinturón es lo suficientemente largo como para aminorar la más férrea de las voluntades, para doblegar los mas firmes deseos de suicidio, para buscar, siquiera artificialmente, un mínimo sentido a la existencia., un clavo ardiendo al que agarrarse, una rueda de molino con la que comulgar aunque solo sean unos segundos mas. Indica hasta donde puede llegar la fortaleza humana, aunque en este caso se trata de una fuerza aplicada contra la propia vida. No puedo ocultar que al interiorizar entonces el hecho sentí por el suicida mucho más respeto que por la inmensa masa inerte de sujetos que consumen sus vidas quemándolas en la hoguera de la necedad más absoluta.

En la cárcel, los hombres con vida sin sentido, no sólo dilapidan su paréntesis vital
arrinconados en algún mísero trozo del patio de presos lleno su interior de cualquier droga que les permita ignorar su propia existencia, entregarse con entusiasmo fofo y banal a la mejor de las nadas, sino que, además, son capaces de diseñar las mas variadas sutilezas con las que romper la rutina y encontrar algún trozo de individualidad virtual. Lo peor reside en que prefieren sentir, refocilarse en el hedor de una vida descompuesta, armada con inmundicias, que la belleza de la valentía de atreverse a romper con ella. Prefieren buscar trozos de una individualidad virtual a costa de lo que sea, incluso de asar a fuego lento la pizca de dignidad que pudiera adornarles rechinando sobre la inanidez de sus existencias.
…..

Mi madre, que desconfía a estas alturas de su vida de su propia sombra, se refugiaba en sus deseos mas que en las informaciones, vicio prototípico de muchos humanos que a él recurren no sólo en momentos puntuales en los que buscan un cálido puerto en el que guarecerse de la tormenta provocada por un inmenso, inaudito dolor. Son seres que deciden alejarse de su propia realidad, de la vida que les ha tocado en suerte o desgracia vivir mediante la confección de un relato imaginario que consiguen introducir en su interior como su auténtica definición existencial. Ignoran su origen y su destino final y, por si fuera poco, alteran el guión de su existencia terrenal, aquello sobre lo que tal vez pudieran disponer de cierta certeza. En ocasiones, ante la imposibilidad de definir al supuesto responsable de sus males con nombres y apellidos, de dotarle de una mínima corporeidad asequible, no queda mas alternativa que modificar el relato en su conjunto, construirse una vida virtual nacida en la imaginación e incorporarla a la mente como la única realmente cierta y vivida. Es un atributo propio de la gente menor, pero, por ello mismo, extraordinariamente abundante.
Todos nosotros no somos mas que un relato, una tragedia, comedia o tragicomedia, con retazos de épica, pero un relato al fin y al cabo. Nos desespera ignorar quien fue el autor del guión que forzadamente nos vemos obligados a interpretar. Ni siquiera sabemos la razón que le llevó a decidir que lo ejecutáramos a lo largo de nuestra existencia. En ocasiones, en nuestra novela existencial, nos desagrada profundamente el rol que nos atribuyó el autor del guión y preferiríamos ser aquel otro que aparenta ser mejor que nosotros, mas rico, listo, culto, físicamente dotado o cualquier otro atributo. Ser el malo de la película o el bufón de la comedia nunca resulta agradable, pero en ocasiones la rigidez de algunas partes del relato existencial no permite sustanciales alteraciones.

Lo bueno de la vida en cuanto relato es que, a diferencia de las mejores novelas de caballería o de las películas de consumo general, en la vida nunca triunfan los buenos. Una serie de radio de mis años mozos me atraía de manera particular. Se llamaba “el criminal nunca gana” y la escuchaba complacido porque conectaba de manera afinada con todo lo que aprendía en el colegio de los Maristas de Alicante: la esencial bondad del ser humano provoca que los que se separan del patrón, esto es, los malos, por dotada que fuera su inteligencia y grande su valor, no podrían jamás triunfar, porque sería contra la esencia del modelo. ¿Cómo vamos a enseñar a la gente a respetar los valores de bondad, dignidad, sinceridad, caballerosidad y otros de la misma tela y corte si resulta que a lo largo de nuestra existencia comprobamos que son sus antónimos los que otorgan triunfo, gloria y poder?. Ya, pero así es. La vida, triste resulta el aprendizaje de ello, funciona al revés del idilíco modelo para consumo de alumnos de bachillerato: la maldad siempre gana, porque es coherente el postulado con la maldad que habita en muchas las almas humanas. En un mundo en el que nada está en su sitio sería paradójico que la biblioteca de la existencia encontrara la bondad correctamente situada en la mejor de sus estanterías. No. Claro que no.

Me preguntaba mi madre con una voz delicadamente débil en la que se percibía un fino hilo de energía si estaría mucho tiempo dentro de la cárcel. Un y mil veces habría efectuado cálculos mentales, repasado hasta la extenuación los artículos de prensa que pronosticaban con ardor preñado de entusiasmo de cloaca los años que consumiría entre rejas, incluso la edad que tendría cuando volviera a respirar con mis pulmones las brisas de la libertad. Buscaba a cualquier precio alguna frase que redujera las predicciones de los voceros entusiastas del mal ajeno. No le importaba demasiado que el aserto de disminución tuviera un tufillo de mentira, incluso que groseramente se percibiera que buscaba mas consuelo que verdad. En momentos límites rechazas el encuentro con la certeza para sustituirlo con un rato de convivencia con la esperanza.

Trataba de sacar fuerzas de mi interior, lastimado hasta las entrañas por escuchar la tenue voz de mi madre, y fingía un tono fuerte, decidido, con el propósito de que no vislumbrara a través de los hilos del teléfono ni un atisbo de decaimiento o tristeza, ya que ella no podía verme ni sus manos acariciar mi cabeza, ni sus labios darme un beso, siquiera un roce ligero, que sería lo que mas desearía del mundo en aquellos momentos. Imaginé la escena. Sentada en el sillón que solía usar mi padre, frente al ventanal desde el que se contempla Panjón, Playa América y Monte Ferro, en un espectáculo de belleza inconfundiblemente galaica, sujetaría el teléfono entre sus manos, las deslizaría suavemente sobre sus formas soñando que se trataba de una de las mías. Sufriría mas por mí que por ella. Ni siquiera sus deseos de tenerme cerca superarían los de verme fuera. Pagaría por mi libertad el precio de no volver a verme. La esencia del verdadero amor es la renuncia. Su llama arde con la leña de la entrega sin exigir siquiera la devolución de las cenizas. Amar es vivir-en-otro asumiendo la conciencia de la ruptura momentánea de nuestra plena y egoísta individualidad.

-No mucho mamá. Seguro que el año que viene podré ir por Galicia.

Un silencio intenso, inusualmente profundo, me respondió. Al cabo de unos breves segundos mi madre contestó:

-No sé si para entonces viviré.

No dejes –me dije- que el odio inunde tu corazón. Trato de luchar con todas mis fuerzas para impedirle la entrada en mi recinto.A veces asoma un trozo de su cuerpo y me veo obligado a esfuerzos ciclópeos para arrojarlo fuera.

En la madrugada del 24 de diciembre de 1.994, me levanté despacio del catre de la celda en la que me introdujeron por orden de García Castellón la noche anterior. El frío era aterrador. Dormí con un pijama de urgencia y una manta carcelaria, rodeado de inmensos tubos de calefacción pintados de verde por los que, en demasiadas horas del día y la noche, no circulaba absolutamente nada mas que un aire teñido de profundo frío. Las primeras luces del alba comenzaban a dibujar a lo lejos la vulgar silueta de los edificios que rodean el casco viejo de la prolongación de Meco que se junta con Alcalá de Henares. Abrí la rendija de mi ventana, la que da al patio de presos, y un cuchillo de aire frío penetró en la celda golpeándome todo el cuerpo. Sin embargo, yo que soy friolero por naturaleza, no sentí ninguna sensación desagradable. Al contrario, era algo que venía de los terrenos de la libertad pasando por encima de los muros adornados con cables de espino. Imaginé que ese aire podía haber circulado antes de llegar aquí por encima de mi casa, en la calle Triana de Madrid. Por eso, tomé un poco entre las manos, me retiré de la mesa y me fui a una esquina de la celda, en lado opuesto al retrete. Allí apreté el aire contra mi pecho, porque era lo más tangible que tenía a mano de Lourdes, Mario y Alejandra y así lo retuve un rato mientras las lágrimas luchaban por salir de mis ojos. No quise que lo hicieran y permanecí en silencio. Luego, volví a abrir la ventana, le di un beso a mi trozo de aire y lo devolví a su medio, como si fuera un pájaro enjaulado al que su dueño le concede su libertad. Desde ese momento, el aire frío de la mañana pasó a ser el símbolo de comunicación con mis seres queridos, además de una materia física que me llegaba desde los dominios de la libertad.

Claro que todo es relativo. Estaba seguro que allí, en mi celda de Alcalá Meco, tenía un grado de libertad real muy superior al de muchos seres que habitan la tierra. Todos tenemos un espacio-vital-real frente al teórico-ilimitado de la libertad-formal. Cada uno de nosotros usamos y abusamos de un trozo de ese espacio vital que se convierte, de esta manera, en nuestra celda vital. Para millones de personas, y no solo en términos físicos sino propiamente existenciales, mi pedazo de libertad real en mi chabolo de Alcalá Meco habría constituido un auténtico sueño dorado. Por ello, al encerrarme aquí, lo único que han conseguido es comprimir mi espacio-vital, aunque, afortunadamente, el mero hecho de entenderlo así, de aprehenderlo y percibirlo no solo proporciona serenidad, sino que, además, es una manifestación auténtica de libertad del espíritu, la única que no tiene mas límites que el que cada uno de nosotros quiera darse a sí mismo.

En aquellos instantes de dolor intenso comprendí que mi verdadera batalla no sólo residía en subsistir en el recinto carcelario, en evitar que pudiera destruirme sicológicamente, incluso físicamente, sino, sobre todo y por encima de todo, en impedir que el odio llenara el hueco que su barbarie abrió en las entrañas de mi espíritu, en lo más recóndito de mi corazón. El odio impulsa los actos de los seres inferiores que, lamentablemente y por el modelo de selección genética del sistema, ocupan muchos de los lugares desde los que se ejerce el poder real. El odio no solo nubla la mente sino que destruye el espíritu, imposibilita la grandeza y conduce hacia los lugares en los que habita la mas miserable de las inmundicias. Vivir libres de odio. De la misma manera que el secreto sufi de “vivir en este mundo sin ser de este mundo” es el único postulado que te permite caminar erguido con un mínimo de respuesta a interrogantes existenciales, y que, por sí solo, se convierte en la mejor explicación de cómo subsistir en la cárcel, y en la vida, responder con grandeza interior a su miserable odio es una manifestación mas de ese principio: vivir con ellos, porque es inevitable, pero no ser como ellos, porque es imprescindible.

En determinadas ocasiones, sin embargo, reconozco que impulsar el odio fuera de nuestro corazón reclama toda la fuerza de la que somos capaces. Así sucedió cuando oí a mi madre decirme que tal vez no pudiera verme en agosto del año próximo porque no viviría para contemplarme de nuevo por esos fétidos campos de la libertad formal. Algo se rompía dentro de mí mientras sujetaba como podía el auricular de la cabina telefónica situada frente a la puerta de acceso al despacho de los funcionarios de ingresos y libertades. Apreté mi mano con toda la fuerza que pude, presioné con mis piernas el suelo verde de cemento, eché la cabeza hacia atrás apoyándola en la rugosa pared blanca, respiré profundo, contuve la rabia en un esfuerzo supremo y sacando valor de alguno de esos lugares escondidos de nuestro espíritu le contesté que si de algo estaba seguro era de que ella viviría para ver mi libertad.