Olor a mujer en el patio del infierno

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Mi segundo encierro, el que se justificó en Argentia Trust, culminó y pude regresar, transitoriamente, a los prados de eso que llaman libertad. La noche antes escribí. Lo redactado acabó en nuestra revista. Lo he releído esta mañana. Tiene cosas interesantes, así que os lo traigo para relajarnos un poco después del intenso día de ayer. Por cierto, los comentarios a las frase de Cosas del Camino ilustraron mucho el nivel de este blog.
Gracias a todos

Olor a mujer en el patio del infierno

Diez de la noche del día 2 de Agosto de 1.995. Acabo de depositar junto al retrete mi fregona de palo rojo, mi cubo de plástico verde chillón y la botella de lejía “Quicesa”, suministro oficial del Centro Penitenciario Madrid II, mas conocido como Alcalá Meco. Los tres -fregona,cubo y lejía- fueron compañeros inseparables en la higiene de mi celda, la número 30 de la planta segunda, sección Poniente, del Módulo Pin, lugar de ingresos de preventivos. A la zona en la que habito cuando escribo estas páginas se la conoce en el argot de nuestra cárcel como “La Moraleja”, expresión con la que quieren atribuirle el distintivo de lugar de “distinguidos”, de ese tipo de presos que gozan de algún “destino” –trabajo- que les permite algún privilegio, por mínimo que sea, -que en la cárcel cualquier cosa es una inmensidad- como, por ejemplo, que la chapa de su celda se cierre una hora mas tarde que la del resto de los “comunes”, tiempo que destinan a pasear por el patio principal, acompañados del hiriente frío del invierno, del calor abrumador del verano, de la inmensa soledad de cada uno y del olor a comida vieja que procede de las gabetas en la que se almacenan los restos de la cena antes de ser retirados con destino al basurero.

Desde la ventana enrejada de mi pequeña “habitación” contemplo el patio del módulo, inmensamente vacío de presos a esta hora de la noche. Me detengo en sus alambres de espino, plástica en acero de la privación de libertad, en la garita de la guardia civil, en la bandera española que se agita levemente por la escasa brisa que sopla esta calurosa noche de agosto, en las bolsas de basura acumuladas frente al muro norte, en la ropa tendida que los presos lavaron en el grifo de la ducha en la tarde anterior. Percibo el inconfudible olor de la cárcel, mezcla de humanidad sudorosa, de lejía, de detergentes de poder cáustico, de restos de comida, de aire pastoso, de gestos dolientes, en ocasiones llenos de odio, porque el odio, como el amor, tiene su olor especial.

Todo ello compone un espectáculo que retengo en mi retina con la nitidez que proporciona el haberlo contemplado día tras día, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, desde aquel 26 de Febrero de 1.998 en el que fuí conducido de manera tan inesperada como elocuente, tan insólita como clarificadora, tan penosa como ilustrativa, al penal que dirige –admirablemente, por cierto- Jesús Calvo. Hoy, sin embargo, es un día distinto porque viviré mi última noche en prisión, al menos por el caso Argentia Trust. Seguramente volveré porque tengo la impresión de que piensan que se ha conseguido poco con estos dos encierros.
Tiempo atrás, allá por el mes de abril, cuando no pasaba de ser un penado en segundo grado, una de aquellas noches, al abrir la chapa de mi celda y encender el flexo negro que reposa sobre la mesa de obra cubierta de una colcha verde oscuro -que mi estética sigue siendo compañera inseparable de mi vida- una de esas noches -decía- observé en el suelo unos objetos extraños. La luz del flexo me desveló el misterio: unas cuantas páginas de una revista en la que aparecía mi mujer –muy guapa, por cierto- concediendo una entrevista –ella que siempre ha rechazado la publicidad- dedicada a hablar de mí. El primer titular, solo consiguió provocarme una mueca de sonrisa: “Sé que Mario es inocente”. Claro, -pensé- pero no es nada original. Cierto que Lourdes conocía el destino del dinero por el que fuí encarcelado. No en vano fueron muchas las ocasiones en las que ordenó la cena y el almuerzo para Antonio Navalón y Diego Selva. Pero, en cualquier caso, el conocimiento de mi inocencia no era un atributo exclusivo de mi mujer. Otros también lo sabían. Y hubo condena. Y cárcel. Y ejecución mediática organizada.Todavía no ha llegado mi Junio particular, el mes en el que se recogen la siembras de Septiembre. Llegará.

Sin embargo, otra frase que destacaba la revista me provocó un atisbo de emoción interior. “Nadie conoce al verdadero Mario Conde”. Consciente de lo que esa frase podía provocarme, tratando de introducir control sobre mí mismo, contemplé las fotografías y seleccioné una de ellas que pegué con sumo cuidado en la pared blanca de mi celda, gracias a un resto de pegamento que casi subrepticiamente me prestó un colega del módulo para unas reparaciones de bricolage carcelario.Reconozco que el sufrimiento pasado hasta ese instante –y todavía quedaba mucho camino que recorrer en esos páramos del alma- me permitían lograr un cierto control de mis emociones, al contrario de lo que sucedió en aquella fría, heladora y gélida mañana del día 24 de Diciembre de 1.994, cuando me desperté de la entrevela que, junto con el olor a lejía, los tiritones, dos paquetes de tabaco, un anorak verde y un espíritu en calma, me acompañaron en el recorrido a través de las horas de la intermenibale e inolvidable noche del 23 de diciembre, fecha en la que por orden del Juez García Castellón ingresé por primera vez en mi vida en la cárcel.

Mi hija Alejandra, conocedora de antemano, como el resto de mi familia, que la parafernalia organizada en torno a su padre solo podía concluir con la foto de mi ingreso en prisión, me había comprado en el Corte Inglés un gorro de lana gorda, de esos que cubren íntegramente la cabeza, y me lo entregó el día anterior en el salón de la calle Triana 63 con una expresión inolvidable: “Este gorro, papa, es de preso total. Ya que vas a ser preso, tú tienes que ser preso total”. Contemplaba el amanecer sentado en la fría silla blanca de plástico, mobiliario standard del centro. La mañana era clara. Abrí las dos hojas de cristal enmarcadas en hierro pintado en verde que permite la ventana de la celda y el frío que penetró en el interior de mi chabolo me obligó a acurrucarme sobre mí mismo al tiempo que fotaba la mano izquierda contra el brazo derecho y viceversa.

Cogí, casi desesperado, el gorro de preso total de mi hija Alejandra y a toda velocidad me lo coloqué. Noté de inmediato un cierto alivio. Tal vez no fuera el gorro, sino el recuerdo de mi hija que, quizás, en aquellas horas trempranas, como el resto de mi familia, estuvieran pensando en lo ocurrido la noche anterior. Dicen que los pensamientos tienen forma y materia, así que compuse pensamientos llenos de sentimientos para mi hija, mi hijo, mi mujer, el resto de todos los que componen mi verdadera familia, los deposité mentalmente entre mis manos y los soplé al aire, para que el aire los transportara hasta ellos recorriendo la distancia entre Alcalá Meco y Madrid. Dicen los que saben que el verdadero lenguaje es el del corazón. A pesar del frío, mis pensamientos provocaron que el agua interior apareciera en el exterior de mis ojos. Un fallo humano por exceso de emoción.

“Nadie conoce al verdadero Mario Conde”, decía Lourdes a la entrevistadora. “Ni siquiera yo” grité en mi interior en la soledad de la celda. Todos –o al menos muchos- pensamos que somos capaces de resistir las pruebas a las que la vida nos somete. La cárcel es una de ellas, no sé si la peor de todas, porque hay muchas otras desgracias que asolan al ser humano. Pero no cabe duda que es una prueba importante. Casi, si se me permite, una especie de iniciación. La cárcel no puede definirse como un inmenso ataud, aunque en ella viven espíritus y cuerpos que se arrastran por los patios, los comedores, las celdas y los pasillos en un continuo caminar sin mas rumbo que el alejarse de su propia individualidad, confundiéndose con los sonidos de la tarde, los gritos de la noche, la desesperación latente en los rostros y la vacuidad de las almas calcinadas.

La cárcel es, sin duda, un lugar donde nos encontramos con nosotros mismos. El cielo y el infierno existen en nuestro corazón. Esa es su verdadera morada. Por eso hay espíritus libres entre rejas y esclavos en libertad.

Reconozco que la experiencia ha tenido un aspecto extremedamente positivo. Creo que son pocos los que pueden preciarse de conocer en tan breve espacio de tiempo el cielo y el infierno sin –al menos eso dicen- alteraciones profundas de la personalidad. Pero la forja del sufrimiento no la resiste cualquier acero. Algunos consumen pilas electricas para que les lleven fuera, aunque sea a un hospital, para romper, incluso en tales condiciones, la terrible monotía de la ausencia de libertad. He visto cortarse las venas –“chinarse” en lenguaje carcelario- en varias ocasiones a distintos presos. He comprobado el terrible aspecto de un pederasta recalcitrante que no encontraba otra solución a sus males que consumir barbitúricos o lo que fuera o fuese con el propósito de desaparecer, de fundirse en la mas absoluta nada. He comprobado como pueden almacenarse en el ano varios estiletes para intentar introducirlos subrepticiamente en el interior del recinto. He oído muchas madrugadas los gritos de desesperación mientras a cabezazos intentaban romperse la crisma contra el hierro de la chapa carcelaria. Conozco a un hombre que ingresó en prisión a los veinticuatro años y que actualmente, con cuarenta y cuatro, jamás ha vuelto a pisar el territorio de la libertad, ni por un segundo. ¿Quién será ese producto cuando no quede otra alternativa que reingresar en sociedad?.

Ocurrió en Mayo. Cuatro presos, entre los que me encontraba, paseábamos de un lado a otro del patio principal de acceso a la cárcel de Alcalá Meco. Caía la tarde y las gabetas de la cena llenaron el patio de olor a restos de comida. Nos movíamos deprisa, como si la velocidad con la que recorríamos los metros del patio nos porporcionara algo parecido a la sensación de libertad. Nuestra conversación, entrecortada por el aliento de la velocidad, giraba en torno a lo único que nos interesaba: el día en el que un papel, un mísero pero maravilloso papel, lleno de sellos y de firmas, de membretes, de Señorías, de “Lo mando y firmo”, contuviera una frase en la que se recogiera en positivo la palabra libertad, aunque se tratara solo de un permiso de seis días.

En esas estábamos, mientras los gitanos del 3 comenzaban a cantar al aire de la noche sus plegarias, cuando sonó estridente el chasquido metálico que anuncia la apertura lateral de una de las puertas de acceso al módulo a la que llaman rastrillo. La luz de fondo nos dejó entrever una silueta femenina.

Era Carmen, la doctora, vestida con falda blanca que concluía pocos centímetros encima de sus rodillas. El contraluz acentuaba el dibujo de su silueta, pero, sobre todo, estimulaba nuestra imaginación. Nos quedamos quietos en silencio mientras la puerta de desplazaba hacia la izquierda ofreciéndonos la visión completa de Carmen, pequeña de estatura pero ajustada de formas nitidamente femeninas, de andar firme y decidido, pero insinuante a la vez. Carmen permanecía absolutamente ajena a lo que estaba ocurriendo en las almas y los cuerpos de aquellos cuatro presos silenciosos que la contemplaban con la emoción contenida del leopardo africano que permanece inmóvil y silente ante la presa, controlando su ansia de devorar, incluso hasta los latidos de su corazón.

Carmen comenzó a caminar en dirección hacia nosotros. La falda blanca se agitaba al compás de sus andares ligeros. Nosotros, creo que todos, pero desde luego yo, la veíamos moverse despacio, como si su falda fuera abanico del aire de nuestro patio. Vivimos la escena en la cámara mas lenta que imaginarse pueda, deseando que nuestro tiempo, incluso este tiempo nuestro lleno de ausencia de libertad, se alargara, se extendiera para que dentro de él cupieran las sensaciones que Carmen, con su andar, sus maneras, sus formas y su falda blanca, estaba provocando en nosotros, cuatro aturdidos presos residentes en La Moraleja.de Meco

Carmen cruzó a nuestro lado, a escasos metros. Sólo entonces se percató de nuestra presencia. Nos dedicó una ligera sonrisa. Nosotros no fuimos capaces de esbozar un solo gesto, ni tampoco de alejar nuestros ojos de ella hasta que la cubrió la soledad la noche al traspasar la puerta de “Cumplimiento”. Volvimos a caminar, pero ahora en el mas absoluto silencio, absorto cada uno en sus pensamientos, acariciando el recuerdo de los instantes vividos. De repente el patio de presos se convirtió en un trozo de campo sevillano en primavera. Los olores a comida vieja desaparecieron. Carmen llenó el patio de olor a mujer. Por unos segundos transformó al infierno en cielo.

Esa noche, solo como todas en mi celda, entendí el significado profundo de lo ocurrido. Como he escrito, el cielo y el infierno solo existen en el corazón de cada hombre. Y de cada mujer. Carmen es la prueba.